|   (FRAGMENTOS,
    PRESENTACIÓN OBRA)   SINRAZONES                                                   
    Santiago Salcedo     Como mucha gente,
    aquel verano del noventa y dos, decidí ir a visitar la Exposición Universal
    de Sevilla. En lugar de viajar en avión desde Barcelona, donde resido,
    preferí ir hasta Madrid en Talgo y allí enlazar con el recién estrenado supertren “Ave”, que aquellos días y dada su cercana
    inauguración, era una atracción más que conocer. Este estupendo medio de
    locomoción me llevaría, en unas tres horas, hasta el mismo corazón de la
    “Expo” sevillana. El tren, el viaje y todo, fue maravilloso hasta que llegué a Sevilla
    y me encontré con el problema de alojamiento. Mi forma de ser un tanto
    anárquica hizo que, como siempre, no reservara hotel. Me gusta la aventura
    y cuando viajo, lo hago “a salto de mata” como se suele decir. Esta vez me
    salió mal, porque por más que miré y remiré por todas partes, no hallé
    ningún lugar donde hospedarme. Me había pasado todo el tiempo, desde que
    bajé del tren, con taxi para arriba y taxi para abajo, intentando
    localizar, aunque fuera una habitación en la más mísera fonda. Caía la
    tarde y desesperaba ya de lograrlo, cuando el bueno del taxista se compadeció
    de mí y me ofreció una solución. Él conocía una casa en los barrios
    periféricos en la que vivía gente amiga, que seguramente me aceptarían como
    huésped. No lo dudé ni un segundo. Le hice dirigirse rápidamente hacia ese
    lugar. Después de recorrer calles y más calles, salimos prácticamente de
    la ciudad. Creo recordar que la casa de sus amigos estaba situada más allá
    del barrio de Triana, porque, al atravesarlo, me lo hizo saber el
    conductor. Los conocidos del taxista, por fortuna,
    tenían una habitación libre y he aquí cómo, por fin, con gran alivio por
    mi parte, me encontré alojado en una casa sencilla y vieja, pero limpia. La
    casa, aunque pequeña, era independiente. Estaba formada por dos plantas y
    tenía un jardín minúsculo a la entrada. No estaba mal del todo. Dejo los
    detalles de mi estancia en este lugar, porque no son objetivo de esta obra
    puesto que esta pequeña introducción mía tiene como objetivo explicar, lo
    más breve posible, las circunstancias que me condujeron al hallazgo de
    esta interesante narración biográfica. Fui acomodado en
    el piso superior de la vivienda, en una habitación muy bien cuidada en la
    que había estanterías con libros y carpetas. La impresión que saqué al
    verla, fue que aquello estaba como parado en el tiempo; tal cómo lo dejó el
    que lo habitó. Como soy enormemente curioso, me dediqué a mirarlo todo. En
    las carpetas había manuscritos de cosas escritas. Algunas eran ensayos de
    carácter filosófico—político; pero he aquí que cuando llevaba por lo menos
    una hora curioseando y leyendo aquí y allá todo lo que encontraba, me hice
    con una carpeta más gruesa que las que había visto hasta ese momento, en la
    que hallé una narración completa titulada con el nombre de Sinrazones.
    Comencé a leerla por encima, como había hecho con todo lo de antes, por
    saber de qué iba el asunto. Conforme avancé en la lectura, me enganchó de
    tal modo que me tendí en la cama y no la dejé hasta que la terminé por
    completo. Me pareció tan interesante que al día siguiente bajé con el
    manuscrito en la mano, para de cirles a mis inquilinos que aquello me parecía un
    escrito excelente que debía ser conocido. Sin más comentarios les pregunté
    si sabían quién era Miguel Díaz, nombre que aparecía en la tapa de aquella
    narración. El matrimonio mayor se encogió de hombros. La casa no era de
    ellos. Se la habían alquilado por poco dinero, con la condición de que la
    cuidaran y la mantuvieran como estaba. Según me dijeron, la propietaria era
    una señora viuda muy mayor que estaba recogida en una residencia de
    ancianos. Conseguí la dirección de esa residencia y
    me planté en ella. Estaba tan interesado en conocer los orígenes de todo
    esto, que pospuse el objetivo principal de visitar “La Expo” que era, en
    realidad, lo que me había traído allí. No me fue difícil localizar a la anciana dueña de la casa y de
    ese manuscrito. Se llamaba Rocío y me confirmó que Miguel Díaz había sido
    su marido y, también, el autor de esa narración; pero que antes estuvo
    viviendo con Marta, una de las protagonistas de la obra, a la que cuidó
    hasta que murió de muy joven. Me dijo que su marido tuvo una infancia
    difícil y que tras mucho sacrificio y, también, mucha suerte, se hizo
    psiquiatra y que, además, siempre que podía se dedicaba a escribir
    historias. —Eso que trae, es la historia de una época de su vida,— me confirmó la anciana, dando pruebas de su buena memoria—.Luego
    me preguntó sorprendida cómo me había hecho con el manuscrito. Después de
    decirle que yo, también, era escritor, le expliqué en pocas palabras las vicisitudes
    que me habían hecho encontrarlo. Insistí en la calidad del mismo y le
    prometí que me encargaría de publicarlo, si ella me daba el
    consentimiento. La idea le pareció estupenda. —Es lo que hubiera deseado Miguel,—dijo
    limpiándose unas lágrimas—. Como no quiero ser el protagonista de
    esta narración, no entro en más detalles y dejo paso a Miguel Díaz y su
    interesante y realista relato.  ⁕⁕⁕⁕ |