|        (FRAGMENTOS, PRESENTACIÓN OBRA)   CAPITÁN HIERRO Santiago
    Salcedo Barcelona
    1998       ÍNDICE GENERAL   EPIGRAFE  Nº 1.................................................................4 De como me reconoció hijo don pedro sarmiento........... 7 A la búsqueda de
    "Terra Australis"...............................12 Regreso de Don Pedro
    Sarmiento a Lima...................... 63 En lucha con el
    corsario inglés Francis Drake.............. 72 Su última
    hazaña..............................................................100 EPÍGRAFE Nº 2....................................................
    ..........106     Finalista
    II premio literario "Nostromo" 1.998. Univ.
    Náutica  Barcelona   EPÍGRAFE Nº 1            El
    19 de noviembre de 1967 estaba visitando la catedral de Lima, en Perú,
    dentro del programa que me había impuesto, como recorrido obligado para el
    mejor y mayor conocimiento de los vestigios arquitectónicos, en general, de
    la colonización hispana en aquellas latitudes. Conocimientos, por otro
    lado, necesarios para el libro que estaba escribiendo, titulado "Las
    Dos Culturas" y que era el causante de que me encontrara en aquel
    grande y hermoso país.         Cuando
    salí de la catedral de Lima, me dirigí al antiguo barrio español,
    deambulando sin ningún rumbo fijo por una y otra calle, mirando y remirando
    todo lo que despertaba mi curiosidad. Habían transcurrido un par de horas
    largas de caminar sin parar, cuando me encontré en un estrecho pasaje
    frente a una pequeña tienda en la que, sobre su puerta como único título,
    se leía: "LEGAJOS Y VIEJOS LIBROS". Entré atraído por el insólito
    aspecto de aquel lugar. Éste se trataba de una reducida estancia en cuya
    parte derecha, una diminuta ventana hacía las veces de escaparate, por donde
    penetraba, a aquella hora de la tarde, una ancha banda de luz que iluminaba
    unas estanterías repletas de libros y legajos, atados con cintas de
    diversos colores.         Nada
    más entrar, recibí el saludo amable de un anciano que me preguntó por el
    motivo de mi visita, en un castellano de otra época.        -Dios
    os guarde, señor. ¿En qué os puedo servir?        -La...
    la... verdad es que no me trae nada en concreto, -le respondí un poco
    sorprendido-. Me ha llamado la atención el aspecto de su establecimiento.
    He imaginado que estaba en la Lima del siglo XVI y que al entrar, me iba a
    atender un personaje de aquella época.        -Pues
    casi, casi lo acertáis, caballero. Porque esta tienda ha estado abierta
    desde el año 1.610. Y ha ido pasando de generación en generación hasta llegar
    a un servidor, -respondió al mismo tiempo que enderezaba más su encorvado
    cuerpo y encendía su cara con una expresión muy viva.        -Soy
    escritor y estoy de paso por Lima, buscando información para mi libro. Me
    he metido un poco a la aventura por esta parte antigua de la ciudad, tras
    las huellas de los que vinieron de más allá del mar. He visto su pequeña
    tienda y me he dicho que quizás aquí adentro, podía encontrar algo
    interesante -especifiqué con más detalle, al ver el interés del anciano-.        -Podéis
    mirar lo que vuestra merced desee. Si lo hacéis por aquellas estanterías,
    puede que halléis algún documento antiguo; porque hace años, yo diría
    siglos, que nadie ha osado hojearlos;  -indicó, muy expresivamente, un lugar del
    pequeño establecimiento que, en aquellos momentos, estaba alumbrado por un
    rayo de sol que se colaba por la única ventana que tenía.         Haciendo
    caso de su consejo, tal vez porque como estaba intensamente iluminado, me
    resultaría mucho más fácil su búsqueda, me enfrasqué en la tarea de ir
    tomando algunos viejos tomos, a los que tenía que palmotear como si fueran
    viejos amigos, no sé si para despertarlos de su profundo olvido o para
    quitarles el polvo acumulado a través del tiempo.        La
    operación se fue repitiendo: coger libro, palmotear, hojear y dejar. Así
    uno y otro, siguiendo la zona alumbrada por el sol siempre cambiante.
    Guiado por su luz, pues, y nunca mejor dicho, llegué hasta el final de la
    estantería. Cuando iba a abandonar la comodidad de la claridad solar,
    disponiéndome a dejar en su lugar dos viejos libros que hablaban sobre la
    rebelión del inca Tupac-amaru, me atrajo uno de
    tapas de piel sin girar, que estaba caído detrás de donde había sacado
    estos dos y que por fortuna, gracias a esta operación, había quedado a la
    vista. Digo por fortuna, porque la historia que cuento a continuación,
    tiene su origen en este hecho fortuito.        Mis
    manos tomaron el viejo libro con la punta de los dedos pulgar e índice. Era
    tal el polvo acumulado, que de no hacerlo de este modo, me hubiera ensuciado
    toda la mano. Antes de servirme de él, me agaché hasta casi a ras de suelo
    y lo golpeé por varias veces contra la pata de la misma estantería, hasta
    hacerle vomitar y arrojar lo que había sido por muchos años su único
    alimento. Me erguí lentamente y cuanto alcancé la vertical, me moví hasta
    ser bañado de nuevo por el luminoso haz de sol, que se había alejado hasta
    la pared próxima. Me apoyé sobre la misma y lo comencé a ojear. Lo primero
    que vi al abrir su tapa de piel que aún conservaba parte del pelo del
    animal al que perteneció, fue que se trataba de un manuscrito en cuya tapa
    se leía el siguiente título:   VERDADERA HISTORIA DE DON PEDRO SARMIENTO DE GAMBOA              El
    título iba acompañado de la siguiente nota introductoria:        "Esta historia escrita por mí,
    Pedro Sarmiento Yupanqui, hijo de don Pedro Sarmiento de Gamboa y de la
    princesa inca de nombre Aimara, cuenta las hazañas realizadas por mi padre
    a lo largo de su vida; aventuras de las que fui testigo personal y parte
    activa en la mayoría de ellas".        Lima, octubre de 1597 a mis treinta y
    nueve años.           I   DE CÓMO ME RECONOCIÓ HIJO, DON PEDRO
    SARMIENTO DE GAMBOA.        Quiero
    comenzar este relato, que trata de un singular y destacado personaje dentro
    de los grandes hombres de la historia de España y América: Don Pedro
    Sarmiento de Gamboa, relatando algo que me atañe muy personalmente. Algo
    que considero la causa fundamental de que haya decidido escribir los hechos
    y aventuras de este insigne hombre aquí en América. La relación de cómo
    llegó a mi mano el valioso documento, en el que don Pedro Sarmiento de
    Gamboa reconoció su paternidad sobre mi humilde persona. Acción que lo
    enaltece aún más porque supo, al final de su vida, hacer justicia sobre un
    acontecimiento que había ocultado para evitar males y desgracias a nuestra
    familia.        Lo
    que narro a continuación, es lo que me contó personalmente Antón Pablos,
    tal como salieron de la boca del inseparable servidor y amigo de don Pedro
    Sarmiento al que encargó tan importante misión. En ella, como verán, empeñó
    su vida y aún su honra, para cumplir el último deseo de mi padre expresado
    pocos días antes de morir…    ⁕ ⁕ ⁕        Costas
    de Portugal, 1 de Mayo de 1592. Don Pedro Sarmiento de Gamboa navegaba
    frente a la ciudad de Lisboa al mando de una flota de 11 navíos como
    Almirante y General, en ausencia del general Juan de Uribe Apallúa, al que le correspondía el mando. Su misión era
    proteger los barcos españoles que cruzaban el Atlántico, de la rapiña de
    corsarios y piratas que, atraídos por la posibilidad de conseguir un rico
    botín, atacaban sin compasión las flotas mercantes que venían de América.        El
    cargo de almirante o segundo de la flota le había sido conferido el día de
    la Santísima Virgen del Pilar, 12 de octubre de 1591, después de estar por
    un tiempo apartado de la mar y sin trabajo fijo, desde que fue liberado de
    la prisión y cautiverio que tuvo que soportar por cuatro años en Francia.        Ese
    mismo uno de mayo de 1.592, como empecé diciendo y tal como recordaba, con
    asombrosa exactitud, su amigo Antón Pablos, don Pedro Sarmiento lo llamó en
    secreto junto a su lecho, donde yacía enfermo de una extraña dolencia en la
    nao almiranta.        -Os
    he hecho venir -le dijo don Pedro Sarmiento- porque presiento que de ésta
    no tengo salida. Mil y una vez la Divina
    Providencia me libró de peligros ciento y, ahora, caigo rendido ante un
    enemigo solapado que me ha arrojado en esta cama de la que soy su
    prisionero. Yo que hice huir a piratas y corsarios, sucumbo ante el empuje
    imparable de la enfermedad y el tiempo.        -No
    os aflijáis, don Pedro, que si Dios lo remedia -le dijo Don Antón Pablos a
    mi padre para darle ánimos-, volveremos con más bríos que nunca a ocuparnos
    de los malditos piratas.        -Agradezco
    vuestros buenos ánimos que sé son sinceros, aunque esta vez serán otros los
    que tengan que ocuparse de ello. He pedido que vinierais -le dijo don Pedro
    Sarmiento a su subalterno y amigo, medio incorporándose con gran esfuerzo-,
    porque os voy a hacer partícipe de algo que es el secreto más celosamente
    guardado de mi vida...        -Soy
    todo oidos, -le interrumpió mientras se acercaba
    casi hasta tocarlo con su cabeza, para evitarle, en parte, el esfuerzo de
    levantarse.        -Tengo
    un hijo, allá en Perú, -balbuceó impedido más por la emoción del momento
    que por la propia enfermedad.        -¿Vos
    un hijo? -insistió creyendo que deliraba, porque era notorio y sabido entre
    la marinería y todo el mundo que don Pedro Sarmiento, nunca se le había
    conocido relación amorosa fija y menos que hubiera tenido hijos.        -Sí,
    Antón, tengo un hijo fruto de mi unión con una princesa inca, en mi
    juventud, -le explicó no sin cierta dificultad-. Se llama Pedro, como yo,
    aunque siempre lo he llamado Pedriño. Ahora tiene 34 años y vive en Perú
    con su madre, la princesa Aimara, continuando al servicio de Don Francisco
    de Toledo, Virrey de aquellas tierras. Para evitar males a ellos y a mí
    mismo, lo mantuve en secreto...        -¡Pedriño!
    -le interrumpió-. Aquel niño y luego mozo que siempre lo manteníais a
    vuestro lado, del que hicisteis un buen marino, soldado y escribano como
    vos. El que nos acompañó en nuestras primeras aventuras y que desde aquella
    temprana edad nos demostró su valor e inteligencia, sin ninguna duda no
    otro que vos mismo, tuvisteis que haber sido su padre... -Reconoció su fiel
    amigo-.        -Sí,
    sí; el mismo -susurró emocionado mientras sus ojos dejaban escapar unas mal
    contenidas lágrimas-.        -Supisteis
    mantenerlo, pues, en muy buen secreto, porque nadie de los que hemos estado
    a vuestro lado tanto tiempo, imaginamos tal cosa -le dijo Antón Pablos tras
    las últimas emotivas afirmaciones de don Pedro Sarmiento.         -Ahora
    que mi vida se acaba, es el momento de hacer justicia con mi hijo. He
    redactado un documento que, junto con este mi diario personal, -continuó,
    sin dar oído al comentario de Antón, mientras de debajo de la almohada
    sacaba unos legajos- quiero que me prometas que vos, personalmente, os
    encargaréis de que esto le sea entregado a mi propio hijo Pedro Sarmiento.         Antón
    Pablos, le juró que por la tan alta amistad que les unía, él,
    personalmente, se encargaría de realizar su última voluntad. Y tal como se
    lo prometió en el lecho de muerte a mi padre, así lo hizo y así me lo
    contó.         A
    continuación y cogiendo con fuerza la mano de Antón Pablos, le expresó su
    deseo de morir en alta mar, su verdadera tierra.         -Antón
    Pablos, mi fiel e inseparable compañero de aventuras, quiero que, al frente
    de la Almiranta, pongáis rumbo al Perú porque deseo que mi cuerpo descanse,
    para siempre, en el océano del que soy su verdadero hijo. Ordenad que el
    resto de la flota recale en Lisboa, en donde deben esperar que se haga
    cargo de ella el general Juan de Uribe y vos y nuestra nao almiranta, con
    la tripulación más fiel que os quiera seguir libremente, os dirigiréis mar
    adentro. Una vez muera me enterraréis en el mar como es costumbre y después
    de mi muerte quedaréis libre de cualquier obligación salvo vuestra promesa
    de entregar el diario y el documento de reconocimiento de mi hijo en Perú.        -Estoy
    deseoso de cumplir vuestra última voluntad y juro por Dios que se hará tal
    como queréis.        -He
    redactado otro documento, en el que yo, como Almirante y General en jefe de
    la flota del Atlántico, os he dado estas órdenes, para que no se os juzgue
    ni condene por nada de lo que hagáis; puesto que como subordinado mío,
    estáis obligado a obediencia.        -No
    hacía falta tal confesión, -le respondió con decisión-, porque por vos y
    vuestra amistad, estoy dispuesto a correr con todos los riesgos y peligros
    que sean necesarios.        Según
    el propio relato de Antón Pablos, éste se adentró en la mar océano, tomando
    el rumbo sudoeste que por última vez le marcara don Pedro. A los tres días
    exactos de dejar las costas portuguesas, Don Pedro Sarmiento de Gamboa,
    murió, en paz con Dios y con su alma. Su cuerpo fue enterrado en la mar,
    tal como había dispuesto.        Antón
    Pablos pasó mil peripecias y dificultades sin cuento, que no son tema de la
    historia que estoy contando; aunque quede su cita como tributo de la
    fidelidad a un superior y amigo, conducta que le honra y lo eleva a la
    categoría de los grandes hombres, aunque su aventura particular no tuviera
    más trascendencia que la de acallar el clamor de una conciencia
    atormentada, la de mi padre, para mí, siempre, DON PEDRO SARMIENTO DE
    GAMBOA.     
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